Crítica de cine, Opinión

‘Benidorm, mon amour’: el souvenir low cost de l’Alqueria Blanca

Publicado originalmente en Culturplaza.com

L’Alqueria Blanca no fue la primera serie de éxito ‘propia’ de Canal 9, pero si la última y la que alcanzó unas cifras de audiencia sin precedentes. Hasta la presente década, ningún contenido televisivo made in Valencia había logrado un impacto y trascendencia similares. Para cuando otras productoras empezaron a estudiar su secreto, la fórmula de la Coca Cola que había logrado enganchar a millones de espectadores «haciendo una serie en valenciano», Radiotelevisió Valenciana echó el cierre. De manera inesperada, caía de golpe el motor laboral y económico del sector. Los análisis quedaron en suspenso, la ansiedad por seguir consumiendo alqueria se disparó y sus propietarios entendieron que «la llama» estaba más lejos que nunca de consumirse. 

En su escena más trágica, la noche del 5 de noviembre de 2013, la productora de la serie (Trivision) había impulsado una premier en el Teatro Principal de Valencia. Sobre la alfombra roja, exactamente allí y algo antes de las 21 horas, recibieron la noticia: el expresidente de la Generalitat Valenciana Alberto Fabra anunciaba el fin del servicio de la radio y televisión públicas de la Autonomía. Los actores se sumaron, ‘con sus mejores galas’, a la protesta frente al Palau de la Generalitat. De esta última temporada, la décima, se emitieron ocho capítulos. La trama, completada ‘a la venta’ en DVD, tuvo una réplica en el teatro, con una gira por toda la Comunitat Valenciana que sumó a 45.000 espectadores, permaneciendo en algunas tablas hasta cuatro semanas. Esa «llama, que tras el cierre de Canal 9 no queríamos dejar que se apagase», en palabras del productor de todo ello, Ximo Pérez, alcanza este viernes las salas de cine con 26 copias en la región y 45 en todo el Estado. Su título, Benidorm mon amour. Su apuesta, como en el caso del teatro, una comedia muy ligera.

Pero rebobinemos y sometamos la ficción a un análisis, al punto de partida para tratar de encajar una prolongada conexión que, en palabras del protagonista del film, Ferran Gadea, el actor tras el icónico personaje de Tonet, sigue provocando «que la gente nos pare por la calle como si continuásemos en antena, como si no hiciera dos años y medio del cierre». L’Alqueria Blanca logró apropiarse de un público dispar por edad y sexo, pero con una máxima calcada a las rentables Amar en tiempos revueltos o El secreto de puente viejo: tramas de amor, familia y poder desarrolladas en escenarios de época. El caso valenciano, huelga decirlo, en un escenario más próximo: años 60. No es casual la elección ‘de época’ para que el espectador acepte enseguida unos códigos para las relaciones humanas, un tipo de conflictos lineales, en los que las clases económicas, las autoridades políticas y demás contextos sirven de estructura simple para las situaciones y la interpretación. El contexto no estorba, no condiciona al espectador frente a las interpretaciones y las historias, que se consumen como papilla.

La nostalgia es un filón de audiencias, pero si ese fuera todo el secreto para captar públicos no veríamos otra cosa en la ficción televisiva. Por eso, cabe aceptar que ese aspecto no lo es todo, y al ingrediente original se sumaron tres componentes imprescindibles para entender su gran éxito: el primero, un pletórico estado de gracia en la elaboración del casting, en el que Pérez y el director Santiago Pumarola (también de la película) admitieron injerencias -no cumplidas- desde Canal 9: el segundo, la profundidad de sus giros trágicos, momentos bien desarrollados en todas sus temporadas y a los que daba tanto amparo la llegada de tramas más cómicas y ligeras; por último, la convicción por parte de la cadena que lo emitía de estar conectando, desde su inicio, con su base de audiencia, a la que se irían sumando progresivamente, por el boca a boca y por su apuesta diferenciada en domingo, otro tipo de públicos.

Y es suficiente trasladar buena parte de estos elementos al análisis de la película para entender, entre otros asuntos, por qué no funciona en su versión para la gran pantalla. La precuela en la que el grupo de amigos de Tonet se lleva a este a Benidorm -durante un permiso de la mili- en busca de aventuras, apenas cuenta con una subtrama de tensión, la peor resuelta del film y con un peso nimio de consencuencias para personajes y trama. Lo importante es la risa de mandíbula batiente y para ello, desde el minuto uno, la escatología (flatulencias hasta las últimas consecuencias), la narcolepsia (aleatoria e injustificada) y las chicas son sus puntales de expresión. En este último caso, en el de las chicas a las que Pumarola en la presentación de la película les dio todo el poder como agentes dinamizadores de la trama, la película les concede en torno al 10% del texto redondeando al alza. Si la dominan es en un sentido figurado difícil de percibir. En su posición frente a la trama se las ve como una caricatura desnaturalizada de las películas de Louis de Funes en la Costa Azul, del más rancio destape español y hasta con algún destello raro e inconexo de Amarcord (Federico Fellini, 1973). 

La propuesta de partida, a buen seguro, no tiene porque surtir un mal efecto ni relación con la audiencia o su recaudación. Con todo, la película atraviesa distintos conflictos a lo largo de su metraje. Aunque es imprescindible relajarse ante cualquier exigencia por lo que tiene que ver con las sincronías con su época (los 60, de nuevo), cuesta encajar que un film que se apropia del nombre de Benidorm no tenga la menor referencia visual a la ciudad. De hecho, sus predominantes exteriores -siempre más asequibles- se han rodado en Cullera, El Perelló y Sueca, por este orden de peso. Desde la producción aseguran que aproximarse a cualquier realidad de la urbe alicantina era «imposible» dado su gran cambio desde aquella época. Sea como fuere, correr el riesgo de hacer uso de un nombre de referencia para el turismo, de un icono visual, y que su única aparición sea en los títulos de crédito es cuanto menos una pirueta sin precedentes.

La música de Nacho Mañó, uno de las novedades más interesantes para el concepto de l’Alqueria, es desigual -como la marca de las camisas de los protagonistas- por la necesidad de arropar a escenas costumbristas, de humor a mandíbula batiente, de suspense, de flirteo grupal y así un sinfín de sentidos, en todas direcciones, que convierten en reto el empaste como banda sonora original. Aun así, resulta estimulante algunas de esas composiciones, especialmente las de tensión o suspense que tienen reflejos al jazz nórdico con visos de electrónica que acompaña a algunas de las series noir europeas de más éxito de los últimos años. Si la preocupación por el arte de esta comedia ya hemos dicho que mejor pasarla por alto (a riesgo de adentrarse en ella y acabar sin hablar de otra cosa), la fotografía mantiene su corrección, con algunas etapas brillantes que hacen creer que en las cuatro semanas de rodaje se vivieron distintos ritmos para este ámbito. 

Son peores de digerir los clichés y referencias sexuales (de género y de proceder), de la España cañí, de la reacción de dos guardias civiles al oír la palabra «vasco» o de la actitud de la joven mujer extranjera de vacaciones por España. Del strip poker en el que ‘ellos’ apenas pierden la camisa, del slapstick a cámara rápida como recurso de salida a la supuesta trama de suspense, de las caídas forzadas y persecuciones más forzadas todavía o del intercambio de objetos similares como punto de partida de su argumento -tras tantas décadas de cine-, poco se puede valorar. Lo que más preocupa es pensar que, si el espectador no tolera buena parte de las cosas anteriormente dichas, quizá la reanudación de una nueva Canal 9 -porque el proyecto de serie se ha presentado- llegue algo desinflado tras esta suerte de souvenir low cost de lo que l’Alqueria fue.

Es posible -de vuelta a la idea de cómo las tragedias ahondaban en el engagement entre personajes y público-, que precisamente la película, por su halo de comedia fresca para el consumo ligero, haya prescindido de uno de sus valores esenciales: las capacidades de interpretación y desarrollo de las tramas de Lola Molto, Carme Juan, Cristina Fernández o María Maroto. Como la comparación posiblemente sea injusta por el cambio de género y la intención bien distinta de la película frente a la serie, cabe poner en valor dos interpretaciones que resplandecen sobre el film: Diegro Braguinsky y Andreu Castro. El trabajo de ambos, como dúo y por su cuenta, es una extraña delicia entre escenas de todo tipo. Quizá llama especialmente la atención lo que aporta Braguinsky, que ya pasó por la serie, con un personaje -de sargento- que podría haber resuelto con más grito y brabuconería, pero que se mete en el bolsillo con una asimilación riquísima. 

Suceda lo que suceda en taquilla, lo que no es una excusa para aceptar la talla de la película son los recursos económicos de que ha dispuesto, con 1,5 millones de euros (300.000 llegados desde las ayudas a la producción de CulturArts). Es un presupuesto «bajo» para una película en España, según su productor, aunque depende de las referencias que se tengan en cuenta. Por ejemplo, comparándolas con tres de las películas más brillantes de los últimos años, se puede decir que es muy inferior a La isla mínina, (Alberto Rodríguez – 2014; 4 millones de euros), la mitad que A cambio de nada (Daniel Guzmán -2015; 3 millones de euros), o tres veces superior Magical Girl (Carlos Vermut, 2014; 500.000 euros). Es también el reto de ver su impacto en el resto del Estado y, por lo expuesto por Pumarola en su presentación, queda claro que espera que encaje más allá de los territorios de la llengua, que ocupa el 40% del film. Que tampoco sirva de excusa eso si en lo económico no funciona.