Cultura, Opinión

Supermercados, parkings y tiendas de ropa

Publicado originalmente en Culturplaza.com

Las ciudades se miran, pero yo lo hago por encima y no solo de la media. Aumento mis dioptrías con horas de paseo a través de Google Maps. Sé cómo es la azotea de las casas de mis amigos, si hay teja que reponer o si el color del aislante pinta a gotera. He llegado a avisar a alguien de que Street View ha actualizado las imágenes de su fachada, después de lo mal que le vino la derrama para la reforma. Sé si han modificado los usos en el patio de mi colegio, si han replantado el césped de la piscina municipal o si el cambio climático llevará el octubre hasta septiembre por la floración del azafranal. Esto último lo sé porque la insistencia mirona sobre la trama urbana también exige encontrar algo de paz visual en el campo, de vez en cuando.

Gracias al trabajo de Marta Peirano, soy consciente de que mis dispositivos conectados escriben una biografía constante sobre mí. Sé que la data se almacena a favor de empresas estadounidenses y que lo que les cuento no es solo dónde estoy, sino qué pienso, qué detesto y qué me excita, en todos los sentidos. Me conocen mejor que yo y creo que solo mis paseos con Google Maps distorsionan esa lectura. Porque si algún día alguien al otro lado se preocupa en revisar mis horas de zoom in y zoom out sobre las ciudades, o me contrata como espía, o me diagnostica un trastorno obsesivo compulsivo. La posibilidad de obtener un plano cenital sobre el mundo que me rodea, muchos años después de estar a mi alcance, me fascina como el primer día.

Ver las ciudades en perspectiva da que pensar. Sobre todo porque las manzanas, la suma más o menos ordenada de fincas, evidencia el gran lugar que ocupan los espacios comunitarios. Pero no aquel en que todos pensamos a pie de calle. No el que se ve. La contemplación de los parques es necesaria, pero hablo de la mayor cantidad de espacio público en suma, la que encuentra en los miles de metros cuadrados que respiran en el interior de las fincas.

Nostalgia de amianto

El interior de las fincas está ocupado por algunos patios interiores y muchos deslunaos. Bajo esos deslunaos, en muchos casos, como en el barrio de Ruzafa, hubo fábricas y talleres. Durante no poco tiempo, la policía local se convirtió en mediadora por conflictos de olores y ruidos provenientes de la actividad incluso industrial que se desarrollaba en Jesús o Campanar, por no hablar de Marchalenes o la Zaidía.

Pero claro, más allá de Ciutat Vella, en muchos casos las fábricas habían ocupado primero aquel trozo de tierra, luego se les habían adherido algunas viviendas, que, más tarde edificios, acababan conectadas al mapa mediante el el asfalto. Un caso paradigmático –de aquello a lo que voy– es el del Trinquet de Pelayo, anterior a toda la manzana y que acabó siendo rodeado de altas edificaciones. Allí había un estadio, el más antiguo de Europa en activo de cualquier deporte, y es un ejemplo de cómo en el interior de las cuadras se ha desarrollado una buena parte de la vida pública durante las últimas décadas. Y, en algún caso, como el suyo, sigue.

Los centros de reparación de vehículos y alguna artesanía de poca extensión comercial son el último reducto de esos lugares. Sin embargo, especialmente en la segunda mitad del siglo XX, muchos de esos territorios de vida colectiva acumularon como nunca una frenética actividad, eso sí, ‘reservado el derecho de admisión’. Teatros, cines, billares y futbolines fueron actualizando las quejas por griterío. Ya no eran golpes de yunque ni efluvio a ferricha. Aquello era Sodoma y Gomorra. O sea, tabaco y alcohol, aplausos y risas, pelis en Technicolor y hurtos con el mismo tipo que, cuatro días después, jugaba en la máquina de tacos de al lado (tras haberle sisado unas pesetas a otro incauto como tú). La llegada de la juventud a España –establecida en los años 40 y 50 en Estados Unidos- dio pie a una actividad cultural transformadora, aunque no necesariamente culta. Un disfrute común, en esos espacios públicos, que ha sido sustituido casi por completo. Sabemos por qué, pero no para qué.

Se tiende a pensar que la desaparición de los cines fue un cerrojazo al estudio de Ingmar Bergman o Andréi Tarkovski, pero lo cierto es que se parecía más al disfrute de Orson Welles, Alfred Hitchcock, John Ford o Billy Wilder, que ya es mucho decir. Los teatros y variedades tenían lo suyo y pasear por las calles, incluida las mismísima Avenida de Colón en València, era toparse con luminosos que invitaban al gasto. No digamos el Paseo de Ruzafa. Como predijo la Escuela de Franckfurt, el ocio acabó siendo el negocio, pero la exposición a según qué performances -por cañís que estas fueran- y que el hecho de alternar supusiera ver una peli de Leone o de Coppola, sin duda suponía un rédito intelectual más largo que el mismo paseo en la actualidad.

¿NUESTROS PADRES Y MADRES COMÍAN? ¿SE VESTÍAN? ¿TENÍAN DÓNDE APARCAR EL COCHE? CABE LA DUDA, PORQUE CADA UNO DE ESOS LUGARES RECREATIVOS HA SIDO SUSTITUIDO POR SUPERMERCADOS, PARKINGS Y TIENDAS DE ROPA.

El corazón de cada una de las manzanas, el corazón de las fincas, ha ido perdiendo sus techos de amianto. Su salubre sustitución es el síntoma de un empobrecimiento cultural. ¿El fin de los cines de barrio, teatros, billares y bares nocturnos ha dado paso a nueva fórmula de entretenimiento en el espacio público? Pues, depende. Las calles no están ni mucho menos vacías. Pero la pregunta es casi a la inversa, hacia el pasado. Pese a que hay más centros comerciales que nunca, ¿nuestros padres y madres comían? ¿Se vestían? ¿Tenían dónde aparcar el coche? Cabe la duda, porque cada uno de esos lugares recreativos ha sido y sigue siendo sustituido, uno por uno, por supermercados, parkings y tiendas de ropa. ¿Existía, verdaderamente, una necesidad colectiva de que hubiera aun mayor acceso a los alimentos, la moda o las plazas de aparcamiento?

Como valenciano de área metropolitana, no hace falta que nadie me explique la vigencia del negocio del parking en las ciudades. El transporte público mejora a la misma velocidad a la que aumenta el poder adquisitivo de las familias, muy por debajo de a las millas naúticas por hora a las que sube el precio del alquiler. Sin embargo, por l otro lado, sigo sin encajar la altísima necesidad de hacer la compra bajo de casa y todos los días o de comprar ropa casi cada fin de semana. Más me preocupa en qué pensamientos se deja de incurrir al sustituir el visionado con amigos de Hannah y sus hermanas por la lectura de etiquetas –talla L, 100% poliéster–. Hemos dejado de disfrutar de según qué reflexiones y carcajadas a cambio de qué exactamente. ¿De comprar más comida para ser el séptimo país europeo que más comida en buen estado tira a la basura?

El acceso a este tipo de disfrutes es más democrático y está más extendido que nunca. Paquita Salas o Breaking Bad nunca hubieran existido si viviéramos en aquel tiempo, de canal de televisión único y embudo en la apertura de ideas. Nunca hubiera podido ver The Wire o The Office tantas veces como me hubiera dado la gana desde hace muchos veranos. A demanda, sin esperar a nadie. No obstante, me inquieta cómo este tipo de interacciones, también las recreativas (por videojuegos) se han convertido en acciones individuales. Este hecho supone también la idea de ir progresivamente aislando un porcentaje de nuestra capacidad para reír en público, para llorar en público, para vivir en público. En público compramos comida, nos probamos ropa y aparcamos el coche. Y es algo revolucionario, porque como cabe recordar, el disfrute de las artes y el puro entretenimiento, nos han mantenido juntos desde hace siglos. En fin, que nos quedan las verbenas, aunque se hayan convertido en discomóviles.