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‘Los archivos del Pentágono’ y la extraña épica del periodismo

Publicado originalmente en Culturplaza.com

Hay pocas cosas más estomagantes que un periodista que habla de periodismo. Al menos eso es lo que piensan los colegas con los que comparto amistad y este tipo de pensamientos. Entre el resto de los mortales, esa idea tiene a sus detractores; personas a las que les resulta necesario saber cómo funciona ese enigmático organismo llamado ‘redacción’. Comprenderlo para entender hasta qué punto es necesaria socialmente su labor. Steven Spielberg, posiblemente el director más influyente en 45 de los 100 años que tiene el cine, ha esperado a ser un septuagenario para ofrecer una interpretación propia. En España se ha titulado como Los archivos del Pentágono y, además de ser una de sus mejores películas en lo que va de siglo, es la fotografía de la extraña épica que rodea a este oficio. 

En junio de 1971 –mientras Spielberg filmaba El diablo sobre ruedas– The New York Times y The Washington Post arriesgaron su existencia como empresas al publicar una serie de documentos secretos del Gobierno estadounidense. Los peliagudos informes demostraron cómo la Casa Blanca encubrió el infierno sin sentido de Vietnam. Dos millones de muertos (58.000 de ellos americanos) fueron el precio cobrado en pro del rédito electoral o la casuística política de cada momento. Una serie de decisiones que trascendían a la corrupta administración Nixon, ya que del chanchullo habían participado hasta cuatro presidentes. La obtención de incontables reportes que alertaron al Pentágono sobre el desastre de la contienda, mes a mes, año tras año, se convirtieron en una bomba de relojería en manos de los dos diarios más importantes de Estados Unidos que decidieron publicar la información. Una decisión dentro de la libertades constitucionales y, a su vez, al límite de la legalidad. 

El espectador tiene una vez más la ocasión de asomarse a la alquimia del periodista rutilante: un equilibrio entre poder político, fragilidad económica, bien social y vulnerabilidad personal. El espectador se involucra a través del relato en las tres principales tensiones que dominan la publicación (el último de los botones) de una información contrastada: las relaciones personales, las relaciones económicas y la responsabilidad moral. La primera está pavorosamente bien retratada en la película de Spielberg. Esos entornos personales, esas cenas y cócteles, donde los periodistas siembran la confianza que resquebrajará los diques de la mentira poco a poco. Amistades, que son pistas y, en muchos casos, acaban mutando en fuentes. La segunda, la de las relaciones económicas, está dominada en este caso por la salida a bolsa del Post en aquellos días (pero sirve) Publicar los papeles no haría sino dejar al límite del abismo la esperada llegada de liquidez para un medio en horas bajas. La tercera, aquella que atañe a la responsabilidad social, también se hace evidente cuando el buen guión de la jovencísima Liz Hannah sentencia: «la libertad de expresión es una herramienta para los gobernados y no para sus gobernantes». Para que así sea, la empresa ha de tener una convicción tan férrea como la de sus trabajadores (cuando éstos la tienen). Una valentía que a menudo se inspira en su independencia económica y otras veces en esas relaciones personales que no le dejarán caer ante un paso en falso. Por eso las tres tensiones están tan relacionadas entre sí y perfectamente equilibradas en manos de Spielberg.

Spielberg da muestras una vez más de poseer una inteligencia privilegiada al servicio del cine al que él mismo nos ha hecho adictos. Adictos a un canon spielbergiano que hacía mucho tiempo que no se mostraba tan comprometido con sus maneras. Es efectista desde el magisterio narrativo del audiovisual, donde texto, imagen y sonido funcionan exactamente como un reloj suizo para servir en bandeja la historia que ha elegido contar. Para ello, provoca que Tom Hanks y Meryl Streep hagan de sí mismos, apoya una trama compleja –por contexto ‘local’ y cantidad de nombres– en un montaje vibrante y una música de la que solo cabe decir que es de John Williams. Sobre él, solo empieza a pesar la preocupación de cómo será el cine cuando ya no esté. Y, sobre todo, cómo será el cine de Spielberg cuando ya no esté. El director de TiburónE.T. o Lincoln convierte una vez más al espectador en el dueño de su propio placer. Trabaja para él insaciablemente y provoca una hambre sobre los hechos que, en manos de cualquier otro realizador, podía haber sido demasiado reto para el público menos interesado en el tema. Spielberg no permite que nadie aparte la mirada de su ritmo y combina esa dedicación a los otros añadidos de su fórmula.

En esa consciencia del director se adivina el cartón de una serie de premisas que no pasan desapercibidos. Decisiones que forman parte de su éxito inmediato: la película de Spielberg viene a hablar de heroicidades por parte de la prensa en un entorno anómalo entre Casa Blanca y periodistas. Un mensaje directo al esperpéntico espacio que se ha creado entre medios y Donald Trump, 45º presidente de aquel país. Es también una película ideada y escrita en busca de saciar la necesidad de relatos fuertes de mujeres que trascendieron a los órganos de poder compuestos por hombres. Katherinne Graham fue la hija del fundador de The Washington Post y la esposa de uno de sus responsables más queridos. Con todo y con eso, el personaje interpretado por Streep, se descubre a sí misma como la clave necesaria por parte del empresariado que tanto aporta –o devasta– en los medios. En pro de ese relato tan actual que complazca a las sensibilidades de la crítica, pero sobre todo a los pensamientos más inmediatos del público, no verán bancos de niebla por el tabaco en la redacción, apenas se bebe alcohol y no hay voces discrepantes entre ellos. En contra de toda esa inverosimilitud, eso sí, tampoco verán rastro de sus familias. Ese guiño –con la excepción del protagonista– sí resulta de lo más veraz, aunque podría haberse colado como un rasgo involuntario.

El genio de Cincinnati aplica el don de la oportunidad a una buena película: mensaje antiTrump (aunque la corrección política la podría convertir en la película favorita de un republicano o de un demócrata a la vez) y refuerzo de la necesidad de un relato femenino fuerte. Una combinación de forma, tema, canon y estilo que redunda en esa sabiduría como autor audiovisual que da vértigo. 

Con todo y con eso, al margen de la película, es posible que el film encuentre algunos peros entre los periodistas. No por no cumplir con su misión de poner en valor el oficio, sino por distorsionar lo que el oficio es. Haciendo de tripas corazón, en sentido literal (por aquello de lo estomagante, dicho al principio), el periodismo ni es un territorio de gestas ni contiene hazañas ni épicas. Las victorias suponen instantes casi accidentales que, en caso de suceder, provocan una celebración tan breve como una suave sonrisa o un buen sueño. Hay espacio para las heroicidades en las guerras, en la sanidad, en la educación e incluso, en el deporte y, por qué no, tanto en los gobiernos como en la gestión cultural. Cuando medios tan grandes como New York Times o el Post –medios preocupados por mantener cientos de puestos de trabajo o cómo irá su salida a bolsa– saben que su valentía va a tener una repercusión durante décadas en su país o en el mundo, cuando son conscientes de poseer la llave de tanto poder como el que denuncian, la hazaña se relativiza.

La extraña épica del periodismo se asemeja más a las noticias locales y a los sucesos (por no salirnos ni de Hollywood ni del cine actual, está más cerca de Spotlight que de Los archivos del Pentágono). Lo inmediato y lo inexplicable, claro, pero siempre lo más próximo. Hay más sentido de gesta en la publicación de informaciones que revelen actos de corrupción o estafa en ciudades de 100.000 habitantes que cuando se es consciente de que el mundo ‘te’ contempla. Y es una épica agria porque revierte a la sociedad un esfuerzo que nadie pide y que mucho menos se compensa. Por eso es difícil encontrar victorias en la cotidianidad y es más propio de sus protagonistas celebrarlas de una manera mucho menos lucida y más familiar. Quizá porque el buen periodista no lo es por sus días de gloria, sino por su constante capacidad de aprendizaje y solidaridad para sostener el proyecto en el que participa. Y es en ese tortuoso camino donde, inexplicablemente, es feliz.

Finalmente, es importante advertir que en la película de Spielberg se hilvanan escenas de absoluta pornografía tanto para el periodista como para esos otros oficios imprescindibles en su trabajo hasta hace unos años. Impresores, correctores, maquetadores y tipógrafos pueden sufrir de multiorgasmia. En general, cualquier profesional de los medios, inevitablemente romántico, se dejará llevar por el proceso de gestación de cada página del diario. Por otro lado, los amantes del cine también acabarán la película con el mejor sabor de boca cuando vean a Spielberg homenajear al máximo nivel a Todos los hombres del presidente, conectando su última escena con la película de 1976. Una honra a las mujeres y hombres valientes, como los del caso de los archivos, los del Watergate o el propio Alan J. Pakula porque, claro, no es exactamente la misma proeza firmar una gran película sobre los problemas del momento en su momento que 40 años después. Porque, ¿y si Spielberg se hubiera atrevido con un retrato de Trump hasta su llegada al poder?