Publicado originalmente en Guía Hedonista
La publicidad online ha vivido al pairo del control que el sector publicitario se autopatrocina ante el Estado y ejerce a través de Autocontrol. Ese es el nombre de la plataforma que vela porque el contenido de cualquier inserción promocional, por tierra, mar o aire, sea «veraz, legal, honesto y leal». Todo impacto, menos aquel que circulaba en el espacio online y para la cual, el mismo sector, no ha tenido ninguna prisa por regular. De manera consciente, han pasado años desde que las agencias han iniciado sus estrategias de marketing a partir de influencers para colocar con audiencias millonarias –seguidores– productos nada aconsejables para la dieta habitual, pero bambando sin la menor indicación de que allí hay patrocinio en las redes sociales. Indistintamente, galletas 0% materia grasa, zumos detox y hasta el fuet de turno. Como si de una elección libre y desinteresara se tratase, pero con el impacto de un altavoz personal con una gran capacidad de llegada en millones de personas.
Han sido precisamente otros influencers, los divulgadores en nutrición, los que han ido poniendo a cada cual en su sitio durante ese tiempo. Sin embargo, en las últimas semanas han sucedido un par de colisiones en la cronología de los acontecimientos que bien merecen una reflexión sobre nuestros hábitos de consumo alimenticio y publicitario. Sobre todo, de este último. La impunidad con la que el sector publicitario ha hecho uso de esos espacios de amplia comunicación para colocar sus intereses sin que estos llegaran al público como intercambios de dinero tiene los días contados: la nueva Ley de Servicios de la Sociedad de la Información y del Comercio Electrónico propondrá multas de hasta 30.000 euros para los influencers que no adviertan en el post de turno que lo que allí sucede es publicidad. Y la razón es tan vieja como la rueca: en una sociedad de la comunicación justa, no es posible la publicidad encubierta.
Lo grave de la situación se ha evidenciado con algunos de los últimos post del divulgador científico Aitor Sánchez, más conocido como Mi dieta cojea (nombre de su libro más popular y de usuario en las redes sociales). Sánchez señaló recientemente el agravante en el que habían incurrido algunas de esas súper marcas personales al ‘añadir’ a sus hijos a las imágenes promocionales por las cuales las marcas les pagaban. Como generando una validación difícilmente de mayor valía que la de incluir en la alimentación de sus hijos aquellos productos que él califica con toda propiedad «malsanos». Algo que ocurría además, con el sonrojo con el que cualquiera advierte un día que, de repente, ocho de las 50 cuentas más seguidas de España decide comer galletas Fontaneda de manera sincronizada y, una semana después, fuete de Casatarradellas. Por supuesto, con alguna excepción, sin advertir que lo que allí sucede es publicidad. ¿Quién quiere hacer spots en televisión con este margen de penetración y tergiversación de la realidad?
En la primera de sus publicaciones, Sánchez replicó tal cual las imágenes. Los rostros de los menores no habían sido ocultados por sus padres o tutores, por lo que mientras que ellos no habían cometido ninguna falta, seguramente Sánchez sí lo había hecho. Los fotógrafos de prensa con los que trabajamos nos advierten que, a día de hoy, publicar la imagen de un menor incluso para los medios de comunicación es prácticamente imposible. De hecho, curiosamente o no, solo los tutores legales –y de momento también en sus redes sociales– podrían tener esa posibilidad. Así que la polémica se centró en esto dejando en un segundo plano aquello que quería denunciar el divulgador: que la publicidad de alimentos «malsanos» era una agresión a la salud pública. Y lo es, porque, además, quién lo hace utiliza su posición de poder para extender unos hábitos de consumo deformados. Deformados en favor de un interés mercantil y que no están desligados de que una gran mayoría de las enfermedades y muertes en las sociedades de países como España estén relacionadas con graves conflictos conductuales en el estilo de vida.
Sánchez reculó, tapó las caras de los menores se disculpó y pidió que se hablara del otro tema: de promocionar alimentos mal sanos y aprovechar una posición de poder comunicacional para extender hábitos negativos para salud (y la economía) públicas. La principal dialéctica llegó a partir de la repostera Alma Obregón. En una alocución sobre la exigencia de libertad para comunicar lo que buenamente le plazca, con el resquemor de poner en tela de juicio la alimentación de su hijo, la cocinera levantó una ola de reacciones en defensa del mal comer. En defensa de alimentar a cada hijo como viniera en gana la cosa. Una vez más, la incapacidad por acudir al debate de fondo brilló con todo su esplendor.
Lo sorprendente de la reacción –no tanto de la repostera, quien tiene todo el derecho a réplica y a argumentarse (aunque en el fondo de la cuestión no lleve las de ganar)– fue el ataque a Sánchez. Un ataque contra la divulgación científica que, como no podría ser de otra manera, lo que trata es de señalar que los emporios alimentarios sostienen desde hace más de un siglo la creación de un sistema alimenticio nocivo para la sociedad. Nocivo para la economía de todos y en la que el uso de una posición de poder para sostener aquello que nos mata lentamente, positivo no es. Obregón y el resto deben hacer con su libertad lo que verdaderamente les plazca. Lo hacemos. Tenemos placeres y necesidades culpables y somos el animal ambiental más influenciable por su entorno posible. Por eso, la gestión pública también debe estar al servicio de evitar que una mala conducta se extienda. En este caso no solo se extiende, sino que se multiplica exponencialmente bajo ese autoncontrol todavía inexistente en el espacio online.
Por desgracia, la reacción de una parte de la sociedad a aquello que nos cuesta oír –y más hacer; dejar de comer basura– sigue siendo la de matar al mensajero. El ejercicio de desaprender un siglo de malos hábitos alimenticios no es sencillo, pero frente a este solo hay dos actitudes posibles: la de aceptar que progresivamente debemos hacer desaparecer ese establishment que nos engaña a su favor para comer ‘alimentos’ innecesarios o bien dejar que la alimentación y la falta de ejercicio físico se convierta en nuestra principal causa de muerte. Como alguna vez ha dicho el propio Sánchez, los humanos nos matamos desde hace siglos con bastante pericia. Sin embargo, nuestra civilización se va a definir por ser la primera en matarse a sí misma. O aceptamos que el entorno en el que comprendemos la alimentación y el modo de vida está viciado en favor de una industria que solo beneficia a sus accionistas o sucumbiremos como especie a nuestro propio ridículo.