Publicado originalmente en GQ
Esta fotografía que publicamos en exclusiva, 30 años después, pertenece al último concierto en España del «James Dean del jazz». El promotor Julio Martí le compuso una gira como trío (con Marc Johnson y Philip Catherine) que incluyó un memorable bolo en ‘el Johnny’ de Madrid, pero que en Valencia ambicionaba llenar el Teatre Principal. Y lo hizo ampliando el cartel a cuarteto con el mítico harmonicista Toots Thielemans. A partir de esta imagen de Jordi Vicent, rastreamos las huellas tras los últimos pasos de Baker. Un genio maldito como pocos.
Hay tres finales escritos para la historia de Baker, pero sólo uno es oficial. El 13 de mayo de 1988 su cuerpo se precipitó unos 10 metros hasta la muerte. El guarda del Prins Hendrick, un «hotel para yonquis» próximo a la estación central de Ámsterdam, no vio ni oyó nada. A las 3 y 10 de la madrugada (y ya van dos 13), un transeúnte alertó del bulto en mitad de la acera. Nadie le hizo caso. Otro puto yonqui a las puertas de aquel «hotel para yonquis». Poco después, la policía atestaba: «cuerpo sin vida, joven de unos 30 años». Tenía 58, pero estaba irreconocible. La cara fue lo primero que impactó contra un bolardo. Una fatal paradoja: su rostro completaba así una historia de fatal protagonismo. El más deseado por fotógrafos y discográficas de jazz en los 50, el que empezó a deformarse a base de peleas y otros problemas en los 60, el semblante abatido del heroinómano en los 70 y la sonrisa perdida de los 80.
Con los ojos cerrados, el fotoperiodista valenciano Jordi Vicent retrató por última vez en España a una de las leyendas del jazz. Aquel joven irresistible del que Gerry Mulligan tuvo celos y al que acabó sacando de su cuarteto, aquel chico de la banda de la Armada al que fichó Charlie Parker para advertir a los grandes de que era mejor tenerle cerca antes de que se comiera él solo el mercado. Baker, el icono del cool jazz, el trompetista de las notas precisas y limpias de la Costa Oeste que burló al frenetismo neoyorquino del género. Un oscuro objeto de deseo que se desató para siempre cuando empezaron a publicarse discos en los que cantaba con la misma naturalidad con la que encontraba tonos en su instrumento. Ese guante de terciopelo en su garganta que le salvó de tener que tocar demasiado la trompeta durante sus últimos años, aquejado de fuertes dolores en sus dientes, con las fuerzas justas según la noche.
Días antes de su muerte, llenó el Principal de Valencia. Cantó mucho y tocó menos. «Medios tiempos y altos», recuerda Julio Martí, que desacredita el tono aciago de la monumental biografía Deep in a Dream: la larga noche de Chet Baker (Reservoir Books). Un documento que hilvana más de 300 entrevistas pero que, como apunta el periodista musical y experto en jazz Yahvé de la Cavada, «parece dedicarse a resolver algún asunto personal entre su autor (James Gavin) y Baker». Llenó el Principal y llenó ‘el Johnny’, el Colegio Mayor San Juan Evangelista de la Complutense, cuyos asistentes recuerdan un directo «memorable». En Valencia también disfrutaron de un Baker brillante y sensible. Hundido en su propia faz, como revela la fotografía de Vicent, pero sobrado de música y capaz de generar un silencio absorbente al cantar una vez más My Funny Valentine, The Touch of Your Lips o The Thrill is Gone.
Ni madrileños ni valencianos podían intuir en aquellos directos abarrotados que su timbre se apagaría unos días después. Ni que antes de que sucediera, entre su paso por España (no documentado por Gavin) y su novelesca muerte, actuaría gratis en la calle. Por ejemplo, en la Via del Corso de Roma, pasando el sombrero para poder pillar algo con sus colegas. El 4 y el 5 de mayo tocó en el New Morning de París: poco público, algo de pasta. El 7 en el Jazzclub Thelonius de Róterdam: 16 personas pagaron la entrada, ni una aguantó el espectáculo hasta el final. Seguramente actuó alguna noche más gratis en Lieja, como lo hizo con cuatro chavales que presentaban su primer grupo en el Jazzcafé Dizzy de Ámsterdam. Entre vítores y notas erráticas dejaron que Baker les acompañara. En esos mismos días, como si tal cosa, grabó un último concierto con la Orquesta Filarmónica de la NDR alemana, en Hannover. Un documento inverosímil si se tiene en cuenta su deambular por clubes mínimos, pero que rima perfectamente con la excelencia y sentido musical del que hablan los que disfrutaron de sus últimos bolos en España.
«ESTABA HECHO MIERDA FÍSICAMENTE, SÍ, PERO EN EL ESCENARIO SE SALÍA. SE SALÍA LITERALMENTE. DABA CUANTO TENÍA Y NO SE QUEDABA NI MUCHO MENOS HACIENDO BALADAS, QUE PODÍA HABER TIRADO POR AHÍ» (ALFONSO CARDENAL)
Baker ya había intentado quitarse la vida a base de speedballs y barbitúricos en el 87. Su compañera de viajes psicoactivos y por carretera, Diane Vavra, le abandonó para salvarse. Aquel mismo 87, con Vavra durmiendo sobre la guantera, «ganó más dinero que nunca». 200.000 dólares. Una cifra del todo insuficiente para una dieta de al menos 10 gramos de heroína y otros 10 de cocaína (que acabó por inyectarse) al día. Y este menú se disponía en Europa, donde la heroína no sólo era más fuerte, sino increíblemente accesible. Y todo esto era posible en Europa porque, como recuerda De la Cavada, «en EE UU era la mierda. En cambio, aquí, podía ir de gira casi tanto como quisiera. Había países donde funcionaba estupendamente, ya fuera por la nostalgia, por el recuerdo o por lo bien que sabía salir al paso en cada concierto«.
Alfonso Cardenal, periodista musical y director del programa Sofá Sonoro de la Cadena SER, apunta: «Acudir a uno de sus conciertos en aquellos últimos tiempos podía ser una lotería. Es posible que los de España salieran bien, pero igualmente están documentadas las actuaciones con vacíos o gente marchándose». Y así sucedió, tanto en Italia como en Alemania. Martí desoye completamente esta posibilidad: «Estaba hecho mierda físicamente, sí, pero en el escenario se salía. Se salía literalmente. Daba cuanto tenía y no se quedaba ni mucho menos haciendo baladas, que podía haber tirado por ahí». En aquellos días, Baker consumía drogas a cada paso. Llevaba unos 4.000 dólares encima, en al menos siete tipos de monedas distintas. Su Alfa Romeo y 4.000 dólares eran exactamente todo lo que tenía en el mundo.
Vicent capturó su rostro en Valencia con una Nikon y película TMAX de Kodak en blanco y negro. «Cuando disparé ya sabía que el trabajo estaba hecho. Cuando usábamos película, era desesperante llegar al final del concierto y no saber si algo de lo mucho que habías disparado serviría. Pero recuerdo perfectamente esta foto. Recuerdo el momento de tenerle con los ojos cerrados, en el centro del visor, apagado en sí mismo mientras tocaba Thielemans. Y, entonces, clic». Quizá Baker estaba pensando en aquel clip de la televisión holandesa en el que unos días antes había dicho que lo mejor del último año había sido terminarlo vivo. Quizá estaba recolocándose una dentadura postiza a la que no sabía si achacarle más dolores que alivio. Quizá pensaba en volver a subirse al Alfa Romeo con el que recorría Europa como si de un solo país se tratara. Huyendo, a menudo.
Asistir a uno de sus conciertos en España, Italia, Francia, Holanda… para los europeos tenía algo de voyeurismo. Por un lado, ver al artista al que has escuchado tanto, pero también contrastarlo con toda la leyenda negra que le ha acompañado«, apunta Cardenal. La vitola de ángel caído, los detalles de cómo le rompían una y otra vez la boca en peleas por un puñado de dólares –y cuyas consecuencias eran directamente el no poder tocar la trompeta o el hacerlo mal durante meses–, toda aquella estela oscura de mito imposible se convertía en una atracción demasiado poderosa para nosotros. En cierto sentido, también le devaluaba: «Si hubiera muerto de sobredosis en los 60, hablaríamos hoy de uno de los más grandes. Convertirnos en espectadores de esa lenta degradación no ayudó a la percepción general de su carrera«, comenta Cardenal.
«GRABABA EN EXCESO Y ESTABA RODEADO DE YONQUIS EN EXCESO, PERO EN DIRECTO SIEMPRE ENCONTRABA ‘EL NERVIO’. POCOS CUERPOS PUEDEN AGUANTAR ESE TUTE DURANTE TANTOS AÑOS» (JULIO MARTÍ)
El promotor Julio Martí recuerda a un Baker «con ánimo». «Siempre tenía un buen tono. Viajamos en coche, fuimos a comer y a cenar, aquí y allá… Me habló de sus proyectos para el verano. Estaba obsesionado con que le iban a pagar 10.000 dólares en el festival de Château-d’Oex Balloon». Entre 1980 y 1988, Martí trajo a Baker en numerosas ocasiones: «No se echaba nunca para atrás. Sólo me canceló un concierto y fue porque no habían puesto la amplificación y, obviamente, él no estaba ya en condiciones de actuar en aquel recinto enorme sin micros. Grababa en exceso y estaba rodeado de yonquis en exceso, pero en directo siempre encontraba ‘el nervio’. Metiéndose lo que se metía, recuerdo verle sobre el escenario y pensar en la suerte que tenía. Pocos cuerpos pueden aguantar ese tute durante tantos años».
Chet Baker fue un intérprete legendario. Trompeta y voz del jazz capaz de generar una atención en las salas que, curiosamente, es una de las sensaciones más documentadas en las crónicas desde los 50 y hasta su muerte. Silencio para capturar un icono tan retratado que incluso en 2018 se reeditaron 18 de sus discos más importantes forrados de las estampas que William Claxton captó. Este fotógrafo no menos legendario admitió que fue una suerte tener a Baker frente al objetivo. En Jazz Images, revista a la que sirvió y que encumbró a tantos, le compraban absolutamente todo lo que tuviera de Baker. Las chicas aporreaban el cristal de los quioscos desde Manhattan a cualquier barrio de Los Ángeles. Querían poseer a ese chico. A esa divinidad que, por si fuera poco, interpretaba con una pasmosa facilidad aquellas canciones. Canciones que, como recuerdan los músicos que le acompañaron, se aprendía sin partituras, con una sola escucha. Tenía eso que llama ‘oído absoluto’. ¿Y qué más?
Baker tenía tantos dones que resultaba insoportable. Incluso para él mismo. Es lo que supura en el documental Let’s Get Lost (Bruce Weber, 1988), inmejorable epílogo a una vida y cuyo director, por cierto, acabó pagando buena parte de la repatriación del cuerpo a EE UU y el sepelio. «Baker deformó su discografía a base de grabaciones de todo tipo. Cualquier tipo que le contrataba, grababa la actuación y al final de la misma le ofrecía darle 500, 600 o 1.000 dólares si firmaba los derechos para distribuirla. Cogía la pasta y se iba a pillar», así lo resume De la Cavada. «Era algo absurdo ir a las tiendas de discos y encontrar docenas de álbumes inéditos de Baker». Una fuente inagotable de grabaciones en sellos italianos, franceses o alemanes. Directos y más directos a los que ahora se podría sumar el que se halla detrás de esta instantánea.
Martí cuenta por primera vez en GQ que el concierto de Valencia «está perfectamente grabado y listo para su publicación». Negociación mediante con uno de los sellos de referencia del jazz europeo, se editará como uno de sus últimos directos. El último en España. De aquella noche rescatamos 30 años después esta imagen, con toda la profundidad que la fotografía de Vicent nos ofrece. Luces y sombras, con la trompeta caída. Ángel y demonio. Mito y maldito. Deformado en el objetivo antes de fundirse a negro con los ojos cerrados.